jueves, 9 de julio de 2009

lunes, 6 de julio de 2009




La duquesa vio a Brummell y le advirtió inmediatamente a su hija que si ese señor cerca de la puerta venía y les hablaba, debía cuidar de dar buena impresión, “ya que —y su voz se volvió un susurro— es el famoso Brummell”. Lady Louisa perfectamente hubiera podido preguntarse por qué el señor Brummell era famoso y por qué la hija de un duque debía cuidar de darle buena impresión al señor Brummell. Entonces él comenzó a acercarse a ellas y la razón de la advertencia de la madre se hizo evidente. La gracia de su porte era tan sorprendente, sus reverencias tan exquisitas. Todo el mundo parecía demasiado pomposo o mal vestido —algunos, en verdad, realmente sucios— a su lado. La perfección del corte y la serena armonía de los tonos hacían que lo que llevaba puesto se fundiera lo uno en lo otro. Sin que hubiera nada recalcado, todo era distinguido, desde su reverencia hasta su manera de abrir el estuche de rapé, siempre con la mano izquierda. Encarnaba la frescura, el orden y la limpieza. Se hubiera podido creer que hacía transportar su silla desde su cuarto hasta Almack’s sin permitir que un soplo desordenara sus rizos o una gota de barro manchara sus zapatos. Cuando al fin se dirigió a ella, lady Louisa quedó primero encantada —nadie era más agradable, más divertido, nadie tenía modales más halagadores, más seductores—, luego se sintió turbada. Era muy posible que antes de terminar la velada, él pidiera su mano y, sin embargo, su manera de actuar era tal que la más ingenua de las debutantes no podía creer que hablara en serio. Los extraños ojos grises parecían contradecir los labios; tenían una mirada que volvía muy incierta la sinceridad de sus cumplidos. Y, además, decía cosas muy mordaces sobre los demás. No eran verdaderamente ingeniosas; no eran verdaderamente profundas; pero eran tan hábiles, tan diestras —había en ellas un no sé qué que las hacía inmiscuirse en la mente y perdurar cuando ya se habían olvidado las frases más importantes—. Había humillado al propio Regente con su sutil “¿Quién es su amigo el gordo?”, y su método era similar con la gente menos importante que lo trataba con desdén o que le aburría. “¡Pues sí! ¿Qué podía hacer yo, mi querido amigo, si no cesar toda relación? ¡Descubrí que lady Mary hasta comía repollo!”: así le explicaba a un amigo su incapacidad para casarse con cierta dama. Y, en otra ocasión, cuando algún estúpido personaje lo fastidiaba a propósito de su viaje al Norte —“¿Cuál de los lagos admiro?”, le preguntaba a su criado. “Windermere, Señor”. “¡Ah, sí! Windermere, ése”—. Tal era su estilo, chispeante, burlón, rayano en la insolencia, lindando con el sinsentido, pero siempre rico en algún equilibrio, de manera que uno sabía reconocer una historia falsa sobre Brummell a causa de la exageración. Brummell nunca hubiera dicho: “Wales, timbre”, así como tampoco hubiera llevado un chaleco de color vivo o una corbata relumbrante. Ese “no sé qué de exquisito y de apropiado” que lord Byron notaba en su porte definía todo su ser y lo hacía aparecer imperturbable, refinado y jovial entre caballeros que hablaban solamente de deporte —Brummell detestaba el tema— y que olían a establo —adonde Brummell no iba jamás—.